Un parque natural es un santuario y como tal hay que tratarlo. Dentro del parque podemos (y debemos) disfrutar de la contemplación de la naturaleza: de su flora, fauna, geología... y fotografiarla. Respiremos a fondo el aire puro, y los fragantes aromas, gocemos del paisaje, de la biodiversidad reinante que se mantiene más o menos en su estado primigenio. Sintamos el regalo del silencio y la paz del monte sólo turbados por vuelos de insectos y trinos de pájaros...
Y para mantener este statu quo y que lo disfruten nuestros hijos y nietos se hace preciso respetar las normas (no demasiado difundidas in situ) y el sentido común que dicta la conciencia ecologista. No debemos coger nada de recuerdo: ni una piedra, ni una planta, ni un insecto... Debemos dejar todo como está, y no ensuciarlo con nuestra basura. Todo lo que llevemos debemos recogerlo (incluso los restos biodegradables que son ajenos al ecosistema como una monda de mandarina, una piel de plátano, unas cáscaras de pipas o cacahuetes...) y tirarlo en las papeleras o contenedores adecuados.